Es curioso cómo a veces el comentario elogioso de una obra por parte de alguien acreditado puede causar un efecto contrario al que se pretende. Quizás la calificación de “obra maestra” para un libro, dicho así como de paso (y, pensamos después, con cierto interés comercial) pueda provocar unas expectativas que desgraciadamente en muchos casos son luego difíciles de homologar en la lectura. Eso es tal vez lo que me ha pasado a mí con Borchert, de quien no tenía ni la más remota idea hasta que Dorotea propuso su lectura, tengo que decir. Desde luego, el compromiso moral de este autor con el padecimiento y el dolor provocados por la guerra resulta irreprochable, pero no puedo dejar de pensar que su literatura, digo su literatura, no su intención, adolece de cierta inocencia constructiva, de cierta gazmoñería, si me lo permitís, tal vez producto de su corta edad. Porque desgraciadamente, aunque muerto muy joven como Rimbaud, no podemos afirmar que estamos ante un genio semejante, vamos, no sé si alguien lo duda. Y pensamos así cuando da existencia carnal, por ejemplo, en “Billbrook”, a la farola o a la cabina telefónica; o cuando dice cosas como “convertir la noche en noche”; o cuando trae a dios a escena en una especie de auto-sacramental calderoniano algo precipitado que no ha intuido siquiera a Artaud ni a Brecht; o cuando observamos esa insistencia suya en calificar tres y cuatro veces la cosa como queriendo aprehenderla por completo, sin conseguirlo, según creo, o repitiendo cláusulas con intención obsesiva, (prefigurando a Bernhard, según dicen algunos, aunque yo, claro, no lo crea del todo, y sin querer afirmar con esto que Bernhard surgió de la nada), que no logra el efecto buscado y provocando, en mi caso, que considere que quiere decir mucho, quiere decirlo todo, vamos, y no puede. Lo que quiere decir, según creo, y con todos mis respetos, lo que dice y lo que no consigue decir, ya lo “decía” mucho mejor Beckett sin decirlo. Bueno, y todo ello a pesar, repito, de su incuestionable propuesta ética. Pero debemos saber ya a estas alturas que la literatura no se hace con buenas intenciones.
De todas formas, esto no quiere decir que no merezca la pena esta lectura, ni mucho menos. Hay aquí relatos de alto interés, como por ejemplo el citado “Billbrook”, o “El pan”, una minimalista descripción de la piedad amorosa que vale, precisamente, por lo que no dice, o “Pues claro que las ratas duermen de noche”, o el gracioso y enternecedor “Shishifo”. Los lisiados, los enajenados, los cornudos y los mutilados, los vivos, las vivas y los muertos, harán también las delicias de los que se inclinen de algún modo hacia lo gore, aunque atemperado, no vayan a creer… Una grotesca parada de monstruos producto después de todo de nuestra monstruosa humanidad.
Borchert es un claro ejemplo de la literatura alemana de posguerra, a la que se etiquetó como “literatura de los escombros”. A este tipo de literatura pertenecen también Heinrich Böll, su máximo exponente tal vez, y del que todos seguro habréis leído su inolvidable Opiniones de un payaso, Hans Magnus Enzensberger o Gunter Grass. Tal vez demasiado grandes, no sé, todos estos, si los ponemos al lado de Borchert, que fue lectura obligada, según parece, en las escuelas alemanas durante mucho tiempo, aunque hoy ya no disfruta de esa preeminencia, a mi modo de ver, literariamente injustificable. Otras razones había, y es una cuestión de envergadura considerar la imagen que de sí misma quería tener Alemania.
Para que nos hagamos una idea de lo que se cuece en esta actitud literaria, no sé si grupo o generación, tal vez nuestra teutona pueda aclararlo, debemos tener presentes las imágenes de Alemania, año cero, de Roberto Rosellini, o las de Europa, de mi muy admiradísimo Lars von Triers, o las de El tercer hombre, también, de Carol Reed (con Joseph Cotten de malo y Orson Wells de bueno, o al revés), aunque un poco (un mucho) más lúdicamente que en las anteriores.
Y después de esto, pienso que tampoco estaría mal echarle un ojo a Ernst Jünger, aunque anterior, tal vez el cínico y autocomplaciente antagonista de nuestro amigo Wolfgang.
En fin, me lo pedía el cuerpo. Y ahora ya, excusadme.
Paco
lunes, 18 de mayo de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Y me pregunto, cómo debe hablar este personaje. Un joven de veinte años más o menos, que vuelve de donde vuelve y se encuentra con lo que se encuentra, (y me refiero a la obra de teatro). Particularmente, prefiero oir la voz del alma aunque se quede ahogada en la garganta o tenga que tapar mis oidos por el estruendo, que un compuesto de laboratorio. Me enternece más, o me duele más, o me hace más feliz bien me arrastre o me eleve...que una larga serie de frases de organización perfecta, de vocablos gongorinos. Borchert, transmite. Creo que eso es lo importante en esta obra, y con lo que él se sentía comprometido, y su lenguaje me parece de lo más poético. Con todo lo terrible que se encierra en sus palabras, él nos lo transmite, (usando también el simbolismo), de manera amable y nada pretencioso.
¿Por qué hacer complicado lo que puede ser sencillo? Se lee de corrido y agradezco esta manera de expresarse que me permite comprenderle.
¿Qué no es el más grande? Tampoco me importa que lo sea o no, sino las sensaciones que he tenido cuando le dediqué mi tiempo.
¿Habéis leído el primer relato, el del preso que arranca la florecilla del pátio de la cárcel?
¿Hay algo más grande?
Un beso.
Publicar un comentario